Madrid estaba destruido. Tras una guerra que había dejado tras de sí miles de muertos en la capital, la pobreza inundaba sus calles. Cuerpos famélicos se agolpaban en las aceras intentando conseguir algo que llevarse a la boca, sobrevivir una noche más, luchar contra la desnutrición y la enfermedad. Mientras, el nuevo régimen proclamaba aquello de “ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan”. El franquismo se afanaba por ocultar a los mendigos con la manida estrategia de que aquello que no se ve, no existe.

El Ayuntamiento capitolino creó el Servicio de Represión de la Mendicidad para recoger, clasificar y recluir a miles de personas que vagabundeaban por la ciudad, entre las que se contaban mujeres viudas, niños con padres fusilados o encarcelados y familias completas que arribaron en Madrid en busca de una vida mejor tras dejar atrás un penoso pasado rural.
El ahora centro cultural Matadero, en la ribera del río Manzanares, se erigió como uno de los mayores centros de reclusión. El hambre y el frío golpearon tanto en este enclave que tan solo en el inverno de 1941 murieron más de 800 personas en él. “Madrid era una ciudad totalmente sumida en la miseria. La famosa capital de la victoria que los sublevados loaban había quedado machacada y con un alto grado de población en la calle”, introduce Adoración Martínez, antropóloga de la Universidad de Salamanca (USAL) y autora de las pocas investigaciones que existen al respecto.
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